De importancia capital

De importancia capital

Hace unos días, mi admirado amigo Luis Arias Argüelles-Meres nos alertaba de una sospecha: la vuelta a la teoría del cerco a Oviedo. Esa suerte de ectoplasma dialéctico que quiere hacer ver a los amigos y votantes del “Oviedín del alma”, que nos quieren sitiar desde otros lugares de Asturias con una suerte de murallas fantasmagóricas para que perdamos, de hecho, nuestra condición de capital a favor de otra ciudad o de otra entelequia con gobierno dispar al capitalino. Ojalá sólo sea un mal presagio porque ya hemos padecido bastante con la enemiga de años al Consorcio de Transportes, con el estandarte de cambiar el Estatuto para dejar claro que Oviedo prima sobre todas las cosas o para exigir un liderazgo –en la práctica una dirección- de la futura área metropolitana o como se la quiera llamar.

Espero que lo que voy a escribir no moleste a nadie. Me siento tan ovetense como el que más, aunque alguien pueda reprocharme –y no le faltaría razón- que tengo más sangre de Mieres o de Grao, entre otros sitios, que de la propia capital de Asturias, donde nací. Pero hecha esa confesión intrascendente y dejando a un lado la política municipal inmediata, que ya veremos, reconozco que no me gusta la forma de entender dicha capitalidad por parte de muchos.

Hay quien se sorprende de que pueda haber aulas y hasta museos –el último, el de Salas, es impresionante- del arte Prerrománico fuera de Oviedo, como si los monumentos asturianos no abarcaran buena parte de nuestra geografía y, quienes los erigieron, no dominaran toda la cornisa cantábrica y la tierra trasmontana hasta Portugal. Hay quienes se sorprenden de que un congreso universitario pueda no celebrarse en Oviedo, porque la Universidad de Valdés Salas lleva el nombre de la ciudad. Hay, en fin, quienes ante cualquier dádiva –pocas, por cierto- que caiga desde Madrid, se sienten vejados si no se ubica a la sombra de la catedral. Y mi idea de la capital de Asturias y de cualquier otra urbe que tenga tal consideración legal, es casi opuesta: una capital –y Oviedo lo es indiscutiblemente, como poco desde el siglo IX- debe liderar el progreso provincial o regional. Apoyar y ayudar a la geografía y a la población que normativamente lidera; contribuir, sin menoscabo de la Comunidad Autónoma, al reequilibrio territorial y, desde dentro o desde fuera, ser percibida como acogedora, no como recelosa de si se le va a “quitar” esto o lo otro.

Si todos los ovetenses debemos sentirnos asturianos, hay que procurar que todos los demás asturianos, cuando estén en Oviedo, se sientan como de la casa, sin distingos ni miramientos. Y eso que suena a tópico de rivalidad –más allá de la futbolística, que también deja mucho que desear, aunque con más matices cutres-, de que la gente que anda por las inmediaciones de La Escandalera se cree más señorial que cualquier visitante de los alrededores, desgraciadamente, no está completamente superado.

Oviedo debe ser, incluso, el guía virtual; el concejo aconsejador de qué debe recorrerse por toda la geografía asturiana y dónde están los vestigios de la historia común. A veces esto se cumple, pero quedan muchas asignaturas pendientes.

Antes citaba el ejemplo del Museo del postrer Prerrománico en el palacio y castillo de Salas. El arte último de Alfonso III y sus epígonos nucleado en torno a la iglesia de San Martín. Un proyecto debido a la Fundación Valdés-Salas y a su actual Presidente, el profesor Joaquín Lorences. Mucho me gustaría –y no por mis querencias salenses de la infancia- que, desde Oviedo, se alentara su visita y no se temiera que ver estas joyas –como el Conventín de Valdediós o tantas otras- fuera a distraer a quienes pensaban subir al Naranco. Porque, por este camino, no subimos a ninguna parte; más bien bajamos en caída libre.

Por: Leopoldo Tolivar Alas
PUBLICADO EN EL COMERCIO  7 DE JULIO 2019